viernes, 2 de noviembre de 2012

La memoria ya es digital

Un experto en documentación y archivos explica cómo es el tránsito inexorable del documento encarpetado al formato virtual e intangible. Sin embargo, el fetichismo del papel no debe ser reemplazado por el del chip, advierte Tarcus.

POR HORACIO TARCUS

 
Archivos, documentos, carpetas, ficheros, almacenamientos, permisos de acceso, solo lectura, copias de seguridad… Buena parte de la jerga propia de la archivística, utilizada hasta hace poco tiempo por celosos archiveros o atribulados empleados de un despacho judicial, se ha extendido en los tiempos de la digitalización al habla cotidiana de la mayor parte de la población.
Hasta hace unos pocos años nuestra percepción de los “archivos” remitía a interminables pasillos poblados de anaqueles atiborrados de empolvados papeles, debidamente clasificados y encintados en viejas carpetas, con su correspondiente etiqueta manuscrita.
Hoy la palabra “archivo” nos remite a un uso mucho más cotidiano: el “archivo digital” de nuestro procesador de texto.
Se parecen en mucho, pero no son lo mismo. Nuestro archivo tiene hoy páginas pero no hojas, tiene tamaño y color, e incluso peso, pero de él no emanan olores ni se acumula polvillo: es apenas un gélido conjunto de bits almacenados en un dispositivo.
Sin embargo, la noción de “archivo digital” nace por analogía con el mueble archivero de una oficina o institución: una unidad constituida por cajones, que a su vez contiene carpetas, dentro de las cuales se guardan documentos. Lo que hoy llamamos “archivo digital” equivale en verdad al documento considerado en su unidad, mientras que el conjunto de archivos y carpetas que se organiza de modo jerárquico y arborescente constituye lo que se denomina un “sistema de archivos”.
Lo curioso es que hay una asimetría en esta duplicación virtual: en el archivo real, el de los anaqueles, los biblioratos y el polvillo, la unidad es el documento, reservándose la designación de archivo, o mejor, de fondo de archivo, a la totalidad de la documentación reunida por una institución o una persona. O se llama coloquialmente archivo a la institución que lo resguarda. En cambio, en la era digital, “archivo” es la unidad.
Pero la archivística no sólo se ha conmovido por esta apropiación de su jerga en la era de la información: es que la sola posibilidad de la digitalización de los fondos de archivo abre un horizonte extraordinario en lo que hace a la preservación, la administración, la visibilidad, la accesibilidad y la reproducción de un patrimonio cultural hasta hace poco, difícilmente accesible. No sólo se ha revolucionado la labor de los archivistas, sino también nuestra propia experiencia como lectores, eventuales o profesionales, de papeles de archivo. ¿Quién no ha experimentado emoción y alegría al encontrar colgada en la Web la copia digital de un antiguo o remoto documento histórico que de otro modo acaso nunca hubiera visto jamás, o al abrirse con apenas un clic la imagen de la carta manuscrita o el borrador de un escritor querido?
Pero aquí justamente comienza el problema. Es que un documento encontrado en la Web luego de afanosa búsqueda, por emocionante que sea el proceso y sobre todo el hallazgo, y por más elocuente que nos parezca en sí mismo, es siempre una pieza dentro de una totalidad. La moderna archivística se fundó, precisamente, sobre el principio de que el documento dice sobre todo en relación al conjunto de los documentos que componen un fondo. Entonces, no se trata sólo de descifrar el texto o las imágenes del documento que tenemos a la vista, sino también y sobre todo de saber cuál es su procedencia: de qué fondo proviene, qué persona o institución conformó ese fondo, qué lugar ocupa dentro de su estructura / jerarquía y, además, cuál es la institución que hoy nos garantiza la autenticidad del documento, que nos informa de su organización, que recupera la historia archivística de ese fondo, que nos autoriza o no a leerlo, o a reproducirlo, completo o en parte. Aquello que Derrida ha designado como “el poder arcóntico del archivo”, recordándonos que archivo proviene de arkhé , el comienzo, y se vincula al arkheîon , la casa, la residencia de los arcontes, bajo cuya tutela se guardaban los documentos oficiales. El documento de archivo remite pues al arkhé , al comienzo, al olvido y la conservación de la memoria; y también a la institución que lo guarda, esto es, al poder. El documento aislado es la prenda del fetichismo del coleccionista; el investigador, en cambio, trabaja con el documento integrado en un fondo, resguardado y catalogado por una institución.
Desde luego, el problema del documento aislado se nos presenta tanto de modo real como virtual. El librero de viejo o el rematador de bienes culturales nos ofrecen habitualmente piezas sueltas valorizadas no sólo por el prestigio del autor (una carta de Borges, un dibujo de Rafael Alberti, un poema manuscrito de Neruda) sino por el aura de la pieza única y original. Normalmente son piezas desgajadas de un fondo y destinadas al fetichismo coleccionista. Pero en el mundo virtual de la Web el problema se acentúa, pues nuestra pantalla nos ofrece a menudo sólo la imagen de un documento, una pieza suelta y sin el contexto que le da sentido.
Pero al fetichismo de la pieza suelta se ha sumado el fetichismo de la digitalización. Hay quienes creen muy seriamente, por ejemplo, que al caos de nuestro Archivo General de la Nación debemos enfrentarlo meramente con un programa de digitalización total. Ignoran que la digitalización no hace milagros: se limita a reproducir de modo virtual el orden o el desorden del original. Sea en papeles, carpetas y anaqueles, o sea en bits y en discos rígidos, la identificación y catalogación de los fondos es ineludible.
En conclusión: aunque me gustan los estrechos pasillos amenazados por empinados estantes, biblioratos que amenazan caerse sobre nuestra cabeza, los pisos de parquet que crujen bajo mis pasos y me emociona desatar el moño de la cinta para abrir una carpeta que atesora viejos papeles, no quiero ignorar que no ya el futuro, sino el presente avanza hacia la digitalización y virtualización de los archivos. Nuestras viejas prácticas de manos llenas de polvo quedarán en unas pocas decenas de años para la memoria, el cine y la literatura. Los centros mundiales más avanzados en archivística vienen desarrollando sistemas integrales de catalogación, descripción y digitalización de fondos de archivo que apuntan a resolver los problemas arriba señalados. En Buenos Aires, desde el CeDInCI venimos experimentando en uno de ellos: ICA-Atom (acrónimo de International Council on Archives-Access to Memory).
A través de este sistema, que estará disponible para los usuarios desde la página web, se podrán explorar los fondos personales y colecciones particulares que posee el CeDInCI desde la descripción más general hasta los documentos individuales (por ejemplo, una carta, un manuscrito o una fotografía), buscar en toda la base de datos con sólo ingresar un nombre, lugar o materia y visualizar y descargar material digitalizado. Fondos como los de José Ingenieros, Nicolás Repetto, Juan Antonio Solari, Enrique Dickmann, Córdova Iturburu, Salvadora Medina Onrubia, Héctor P. Agosti, Samuel Glusberg, Fernando Nadra, Milcíades Peña, Mika e Hipólito Etchebehere, Raúl Larra, Luis Danussi, Leónidas Barletta, Florentino Sanguinetti, José Sazbón y tantos otros, salvados tanto de la disección coleccionista como del abandono en los depósitos de buena parte de nuestras instituciones públicas.
Entre tanto, y hasta que la digitalización integral de los archivos se normalice y se expanda por el mundo, la Web se nos aparece hoy como una versión gratuita de esas subastas de libros firmados, manuscritos y fotos autografiadas: una caótica oferta de infinitas y maravillosas piezas sueltas.

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